
El largo camino hacia la libertad, de lectura sumamente recomendable, es el título de la autobiografía publicada por Nelson Mandela en 1994. Es el relato de sus 27 años en prisión, encerrado por blancos a los que, una vez que salió de la carcel en 1990 y ya elegido presidente pudo haber aplastado sin contemplaciones. No lo hizo. En lugar de eso, se propuso que mediante su ejemplo, los sudafricanos, blancos y negros, comprendieran que debían caminar juntos hacia la libertad, como él había hecho. Y el objetivo era que todos tuvieran una sóla bandera, cantasen un mismo himno y, sobre todo, tuviesen los mismos derechos.
Partiendo de la sobresaliente obra de John Carlin "El Factor Humano", cuya lectura es igual de aconsejable que el libro de Mandela, Invictus es el reflejo de la admiración de Clint Eastwood por el líder sudafricano, por su visión política, su carisma y poder de seducción, y, ante todo, por su capacidad para atraer a las personas, simpatizantes o enemigos, partidarios del CNA o Afrikaneers, a su causa. La película es sobresaliente y, por momentos, realmente emocionante. En todo el metraje se palpa la pasión con la que Clint Eastwood ha afrontado el proyecto. Su genio, intacto a los 80 años, hace el resto.
Es comprensible la admiración que tiene Eastwood por Mandela. Aún más fácil es comprender la devoción que siente Morgan Freeman, que se entrega a su papel de un modo conmovedor, alcanzando probablemente el apogeo de su magnífica carrera. Era el momento adecuado. Freeman tiene aproximadamente la misma edad que Mandela por aquella época, un parecido físico apreciable, con apenas una leve diferencia de altura (1,88 cm de Freeman por 1,83 del ex-presidente) y, ante todo, una enorme capacidad interpretativa. Sus gestos calmados, el encorvamiento de sus hombros, la lánguida caída de sus brazos, la expresividad de su rostro, completan una actuación memorable.
Estéticamente, la película es magnífica. Las escenas de rugby están magistralmente rodadas, algunas de las jugadas son pura poesía, y estoy convencido de que la recreación de los partidos de la Copa del Mundo de 1995 convencerá a todos, les guste o no este "caballeresco" deporte.
En cuanto al guión, que es, sin duda, una muy buena adaptación del libro de Carlin, se echa en falta una mayor profundidad en lo referente a los problemas políticos sudafricanos y quizá de las dificiles circunstancias familiares por las que atravesó Mandela. En cambio, Eastwood se ha centrado en el famoso partido de los Springboks contra los All Blacks, y en cómo el presidente vio la final como la oportunidad perfecta para decirle al mundo que el poder del perdón es infinito. Que si él era capaz de tender su mano a aquellos que lo habían encerrado durante 27 años, que habían perseguido a su familia, que habían pretendido y aún pretendían destruirle, sus compatriotas también podían hacerlo.
Eso es lo que simboliza su firme apoyo a los Springboks, símbolo del orgullo blanco y objeto de desprecio por parte de los negros, que siempre han preferido el fútbol, como un deporte de gente humilde, sin recursos, frente al rugby, el deporte de los blancos, educados y privilegiados. Mandela hizo lo impensable. No sólo no permitió la supresión de los Boks como selección nacional, sino que, a través de su capitán, François Pienaar (muy bien interpretado por Matt Damon), logró que los jugadores comprendieran el decisivo papel que jugaban en el futuro de su país.
Aquél 24 de junio de 1995 Sudáfrica logró lo imposible. Venció a la Nueva Zelanda del imparable Jonah Lomu. Por ello Pienaar recibió la merecida copa de manos de Mandela. El presidente había conseguido una victoria mucho más importante. Había dado el primer paso, un paso que la historia revelaría como definitivo, un paso hacia la justicia, hacia la reconciliación de un pueblo. Un paso hacia la libertad.